Una fobia difícil de comprender

España sigue batiendo récords de recepción de turistas y, si se mantienen las cifras del primer semestre, podría cerrar el año con casi 84 millones de visitas; lo que supondría situar a nuestro país, por primera vez en su historia, como líder mundial del turismo, desbancando del primer puesto a su directa rival: Francia (en 2016 España, empatada con los EE.UU., fue el segundo país más visitado de todo el orbe; según datos de la Organización Mundial del Turismo).
Estos datos, en un país en el que el turismo supone la primera industria (11% del PIB), deberían ser motivo de alegría, pero resulta que no contentan a todo el mundo. Acapara la actualidad de los medios de comunicación otro horrísono neologismo: turismofobia (que, pasada la moda, habrá que arrumbar en ese altillo de la memoria donde ya coge polvo el sorpasso).

La turismofobia vendría a significar la expresión del descontento de una parte de la población autóctona de las ciudades receptoras de las oleadas más masivas de turistas. Este descontento se manifiesta desde respondiendo en una encuesta que el turismo supone tu principal preocupación (como patentizaron la mayoría de barceloneses encuestados por su ayuntamiento), a pintar unos grafitis denigrantes, hasta acciones de protesta más o menos contundentes.

A nadie con dos dedos de frente se le escapa que las llamativas cifras apuntadas arriba requieren una revisión del modelo de gestión turístico, que actualmente se concentra en unos tiempos y lugares demasiado concretos. Tenemos un turismo estacional con predilección por ciertas zonas muy localizadas, como la ya mencionada Barcelona, que cuenta con áreas donde la población flotante supera a la de habitantes. Es obvio que algo habrá que hacer al respecto, y, a poder ser, no esperar, como pasó en Venecia, a que la ciudad estuviera literalmente hundiéndose, para reaccionar.

Pero aquí viene lo paradójico de la cuestión, porque poner cotos, limitando el número de visitantes, a la larga favorece a los ya favorecidos: los potentados que puedan permitirse asumir la inevitable subida de precios que estas restricciones supondrían para el viajero.

En una de las pancartas del grupo Arran, durante su protesta en el puerto de Palma de Mallorca, se leía, escrito en mallorquín: “Aquí se está librando la lucha de clases”; escenificada en esa dialéctica binaria de desheredados contra plutócratas en sus yates. Pero quien redactara esa pancarta quizás no haya tenido en cuenta que la masificación del turismo se debe precisamente a la democratización de las posibilidades de vacacionar lejos de tu pueblo, favorecidas por la aparición de las compañías de transporte low-cost y las plataformas de alquileres vacacionales. Así se ha pasado de los 674 millones de turistas moviéndose por el mundo en el año 2000, a los más de 1.100 millones que lo hacen actualmente.

Además, ¿acaso estos que se declaran turismofóbicos no viajan nunca? Puede que desde su atalaya moral, moverse como mochilero, o como quiera que lo hagan ellos, te conceda la inmunidad de no incordiar a los autóctonos de las zonas que visitas tú.

Otro de los malentendidos habituales en estas polémicas es el siguiente: se aduce que los vecinos asumen la parte negativa de recibir tantos visitantes (calles masificadas, colas, ruidos, borracheras, etc…) y que los beneficios solo recaen en los empresarios del sector turístico. En esto, aparte del individualismo implícito en protestar porque uno no rasca bola (dicho en román paladino: o follamos todos, o la puta al río), concurre la tradicional tergiversación del concepto “empresario”. Puede que desde la izquierda radical se siga viendo a todo empresario como un cerdo con chistera, pero esa imagen no podría estar más alejada de la realidad. Porque no todo son mega-resorts propiedad de grupos inversores transnacionales, también están los pequeños hoteles rurales y urbanos, hostales y pensiones propiedad de familias, parejas o grupos de amigos, que se liaron la manta a la cabeza y arriesgaron sus ahorros en el negocio. Concretamente en el colectivo que nosotros representamos, la hostelería, la empresa familiar (es decir, la familia que se dedica unida a sacar adelante el negocio) es lo más habitual, y es una dedicación muy dura y absorbente como para compaginarla con lucir chisteras.

Por todo ello, es lícito demandar una revisión del modelo turístico que nos permita asumir las apabullantes cifras de visitantes que nos augura la Organización Mundial del Turismo para los próximos años, haciendo hincapié en corregir la estacionalidad y la saturación focalizada, pero no parece una buena idea reclamar estas reformas mediante acciones radicales, pues debe tenerse en mente que uno de los factores que más influyó en la elección de nuestras tierras por los llamados “turistas prestados” fue la inestabilidad propiciada por la Primavera Árabe en rivales históricos como Egipto, Turquía, Túnez o Marruecos, o el actual clima de inseguridad que se vive en Francia.

Fernando Llorca (empleado de APEHA).

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